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Capítulo VII
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Los Demonios de Loudun - Aldous Huxley

Los Demonios de Loudun - Aldous Huxley

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ALDOUS HUXLEY LOS DEMONIOS DE LOUDUNCapítulo I
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En 1605, Joseph Hall, escritor satírico y futuro obispo, hizo primera visita aFlandes: «¡Cuántas iglesias hemos visto destruidas a lo largo de nuestro camino! Deellas sólo queda un informe montón de escombros que advierten al viajero que allí hu-bo devoción y hostilidad. ¡Oh, la desoladora huella de la guerra! Pero —lo que me lla-ma la atención— las iglesias caen y los colegios de jesuitas surgen por doquier. No hayciudad donde no haya uno en construcción o donde no esté ya construido. ¿A qué sedebe? ¿Será debido a que la devoción no es tan necesaria como la política? Estoshombres —como los zorros— cuanto más execrados son tanto más a gusto se encuen-tran. Nadie tan repudiado por los suyos, nadie tan odiado por todos, nadie tan atacadopor los nuestros; no obstante, toda esa mala hierba va creciendo».
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Prosperaron por una razón muy simple y suficiente: la gente los necesitaba. Pa-ra los mismos jesuitas, la «política» —como Hall y toda su generación muy bien sa-bían— era lo fundamental. Las escuelas fueron creadas con el fin de fortalecer a laIglesia Católica frente a sus enemigos, los libertinos y los protestantes. Los buenos pa-dres de la Orden esperaban, con sus métodos de enseñanza, crear una clase de laicosplenamente consagrados a la Iglesia. En las palabras de Cerutti, palabras que conduje-ron casi hasta el extravío al indignado Michelet: «del mismo modo que fajamos el cuer-po de un recién nacido para dar a sus miembros las proporciones debidas, debemos,por así decirlo, fajar su voluntad desde su edad más temprana, a fin de que puedamantener, durante toda su vida, una dichosa y saludable docilidad». El espíritu de auto-ridad era lo suficientemente decidido, pero su método de propaganda carecía de lafuerza necesaria. A pesar del riguroso encuadramiento de su voluntad, algunos de losmejores alumnos de los jesuitas abandonaban los centros donde se educaban paraconvertirse en librepensadores o, inclusive, en protestantes, como Jean Labadie. En loque se refiere a la «política», el sistema nunca resultó tan eficiente como lo habían es-perado sus propios creadores. Es que a la gente le tenía sin cuidado el aspecto políti-co: lo que les interesaba era tener buenas escuelas en las que sus hijos pudieranaprender todo aquello que un perfecto caballero debía conocer. En cuanto a esto, los jesuitas satisfacían mejor la demanda que la mayor parte de los demás proveedores deeducación. «¿Qué he obtenido yo en los siete años que pasé bajo el techo de los jesuí-tas? Una vida plena de moderación, de diligencia y de orden. Los jesuítas dedicabantodas las horas del día a nuestra educación y el estricto cumplimiento de sus votos.Como prueba de ello, apelo al testimonio de los miles que, al igual que yo, fueron edu-cados por los jesuitas.» Así lo escribió Voltaire, y sus palabras son, por sí mismas, ver-dadero testimonio de la excelencia del método pedagógico que practicaban. Al mismotiempo, y con mayor énfasis, toda su carrera testimonia el fracaso de aquella «política»que sus métodos de enseñanza intentaban servir.
 
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Cuando Voltaire inició sus estudios, los colegios de los jesuítas ya aparecíancomo figuras familiares en el escenario de la educación. Cien años antes sus peculia-res características y sus métodos habían parecido positivamente revolucionarios. Enuna época en que la única materia que dominaban la mayoría de los pedagogos era elempleo de la palmeta, sus métodos disciplinarios fueron relativamente humanos y susprofesores cuidadosamente escogidos y sistemáticamente aleccionados. Enseñabanun latín de peculiar elegancia, las últimas novedades de la óptica, de la geografía y delas matemáticas, junto con la dramaturgia (en algunos aspectos del arte declamatoriofueron famosos), las buenas maneras, el respeto a la Iglesia y (en Francia al menos,después de la conversión de Enrique IV) la obediencia a la autoridad real. Por tales ra-zones, los colegios de jesuitas se recomendaban, por sí mismos, a todos los miembrosde las familias de clase alta: a la madre de corazón tierno que no podía hacerse a laidea de que su querido niño fuese a padecer las torturas de una educación a la antiguausanza; al docto tío preocupado por una sana doctrina y un estilo ciceroniano y, final-mente, al padre que, como patriota oficial, aprobaba los principios monárquicos, y comoprudente burgués, consideraba la diplomática influencia de la Compañía de Jesús co-mo un medio para ayudar a sus alumnos a obtener un empleo, un puesto en la Corte ouna sinecura eclesiástica.
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Tomemos, por ejemplo, un importante matrimonio: el señor Corneille de Rúan,Avocat du Roy à la Table de Marbre du Palais, y su esposa, Marthe le Pesant. Su hijoPierre es un joven tan prometedor que deciden enviarlo a estudiar con los jesuitas.Pongamos también el caso del señor Joachim Descartes, consejero del Parlamento deRennes. En 1604 llevó a su hijo menor, un despierto muchacho de ocho años llamadoRené, al colegio de jesuítas de la Fleche, recientemente fundado e instalado con todoesplendor. Por la misma época, más o menos, tenemos también al erudito canónigoGrandier de Saintes: tiene un sobrino, hijo de otro letrado, no tan rico y aristocráticocomo el señor Descartes o el señor Corneille, pero sí muy respetable. El muchacho,llamado Urbain, tiene catorce años y es inteligente en extremo, por lo cual merece quese le ofrezca la educación más esmerada y cumplida. En la vecindad de Saintes, nin-guna institución resulta más apropiada que el Colegio de Jesuítas de Burdeos.
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Este famoso centro de instrucción contaba con una escuela secundaria paramuchachos, una escuela de arte, un seminario y una escuela de altos estudios paraposgraduados que hubiesen recibido órdenes. Aquí pasó más de diez años el precoz ybrillante Urbain Grandier, primero como simple escolar, después como aspirante a gra-do, luego como estudiante de teología y, después de su ordenación en 1615, como je-suita novicio. No es que tuviese el propósito de ingresar en la Compañía, pues carecíade vocación para someterse a una disciplina tan rígida. Su carrera no sería la de unaorden religiosa, sino la de un clérigo laico. En esta profesión un hombre de sus condi-ciones naturales, alentado y protegido por la más poderosa organización dentro de laIgle sia, podía abrigar la esperanza de llegar muy lejos. Podía llegar a ser capellán dealgún noble, tutor de algún futuro Mariscal de Francia o de algún Cardenal en ciernes.Habría invitaciones que le permitirían desplegar la elocuencia de su discurso ante losobispos, ante las princesas de sangre real e, inclusive, ante la propia Reina. Quizá ha-
 
bría misiones diplomáticas, altos puestos en la administración, ricas sinecuras, muchasalternativas realmente importantes.
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Podía haber —aunque no era probable, considerando que no había nacido ennoble cuna— algún obispado preeminente que realzara y diera mayor brillo a los añosculminantes de su vida.
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En los comienzos de su carrera las circunstancias parecían favorecer tales es-peranzas, pues a los veintisiete años de edad, después de dos cursos de estudios su-periores de teología y filosofía, el joven Padre Grandier recibió la recompensa por esoslargos semestres de diligencia y buena conducta. La Compañía de Jesús le ofreció elimportante beneficio eclesiástico de Saint-Pierre-du-Marché, de Loudun. Al mismotiempo, y gracias también a los mismos benefactores, obtuvo el nombramiento de ca-nónigo de la Colegiata de la Santa Cruz. Empezaba a pisar firme en los peldaños de laescala: desde ese momento todo cuanto tenía que hacer era ascender.
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A medida que su nuevo párroco caminaba pausadamente hacia Loudun, ésta seiba revelando como una pequeña ciudad sobre una colina, dominada por dos altas to-rres: el chapitel de San Pedro y el torreón medieval de su gran castillo. Como un sím-bolo, como un jeroglífico sociológico, la silueta de Loudun aparecía como algo fuera deépoca. Aquel chapitel todavía arrojaba su sombra gótica sobre toda la ciudad, perobuena parte de sus vecinos eran hugonotes que aborrecían la iglesia a la cual éste per-tenecía. Aquel enorme calabozo, construido por los condes de Poitiers, era todavía unlugar de formidable solidez. Pero Richelieu pronto llegaría al poder y los días de auto-nomía local y de fortaleza provincial estaban contados. Ignorante, el párroco cabalgabahacia el último acto de una guerra sectaria, hacia el prólogo de una revolución naciona-lista.
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A las puertas de la ciudad colgaban, de las horcas del municipio, consumiéndo-se, uno o dos cadáveres. Dentro de sus muros se encontraban las habituales calles su-cias, la usual gama de olores, desde el de humo de leña hasta el de excrementos, des-de el de las aves de corral hasta el del incienso, desde el de pan horneándose hasta elde caballos, puercos y sucia humanidad.
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Aldeanos y artesanos, jornaleros y criados, los pobres constituían una despre-ciable y anónima mayoría entre los catorce mil habitantes de la ciudad. Un poco porencima de esa gente se hallaban los tenderos, los maestros de talleres, los insignifican-tes oficiales agrupados precariamente en el rango inferior de la respetabilidad burgue-sa. Por encima de éstos —dependiendo totalmente de sus inferiores, pero gozando deincuestionables privilegios y dominándolos por derecho divino— estaban los ricos mer-caderes, los profesionales, la gente calificada en un orden jerárquico: la despreciableclase media, los grandes terratenientes, los señores feudales y los prelados de alcur-nia. De tanto en tanto era posible encontrar unos pocos oasis de cultura y de inteligen-cia desinteresada. Fuera de estos oasis, la atmósfera intelectual era sofocante y pro-vinciana. Entre los ricos, el interés por el dinero y la propiedad —con derechos y privi-legios— era apasionado y crónico. Para las dos mil o tres mil personas —como máxi-
 
mo— que contaban con recursos suficientes para plantear un pleito o solicitar el aseso-ramiento legal de algún profesional, había en Loudun no menos de veinte abogados,dieciocho procuradores, dieciocho alguaciles y ocho notarios.
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Todo el tiempo y la energía que no empleaban en la preocupación por sus po-sesiones, era dedicado a las trivialidades de la vida cotidiana; a los goces y agonías dela vida familiar; a la chismografía acerca de los vecinos; a las formalidades de la reli-gión y, ya que Loudun era una ciudad dividida en su interior, a las inagotables amargu-ras de la controversia teológica. No existen evidencias de ninguna religión puramenteespiritual en la ciudad de Loudun, durante la permanencia del párroco. En la vecindad,sólo algunas individualidades manifestaban cierto interés por la vida espiritual: eranaquellos que sabían, por experiencia propia, que Dios es un espíritu y que debe seradorado espiritualmente. Junto con una buena provisión de truhanes, Loudun tambiéntenía su cupo de hombres honrados, bienintencionados y piadosos, y hasta su gentedevota. Pero no tenía santos, ningún hombre ni ninguna mujer cuya mera presenciafuese prueba válida de una penetración más profunda en la realidad eterna, o de unamás estrecha unión con el divino fundamento de todo lo que es. Sólo sesenta añosmás tarde apareció semejante persona dentro de los muros de la ciudad. Cuando Loui-se de Tronchay llegó para trabajar en el hospital de Loudun, después de correr las máshorripilantes aventuras físicas y espirituales, de inmediato llegó a ser el centro de unaintensa y vehemente vida espiritual. Gentes de toda edad y de todas las clases socialesacudían en multitud a preguntarle acerca de Dios y en demanda de su consejo y ayuda.«Aquí nos aman demasiado —escribía Louise a su viejo confesor de París—. Me sientoavergonzada de ello, porque cuando les hablo de Dios las gentes se conmueven tanintensamente que comienzan a llorar. Temo estar contribuyendo a la buena opinión quetiene de mí.» Deseaba huir y ocultarse, pero quedó prisionera de la exaltación de laciudad. Cuando rezaba, los enfermos a menudo curaban. Para su vergüenza y mortifi-cación, se la consideraba responsable de su restablecimiento. «Si alguna vez yo produ- jese un milagro —escribía—, tendría que pensarme condenada.» Años después, susdirectores espirituales le ordenaron que abandonase Loudun. Para la gente ya no huboventana alguna a través de la cual pudiera penetrar la luz. En poco tiempo se apaciguóel fervor y decayó el interés por la vida del espíritu. Loudun volvió a su normalidad: lamisma que había vivido dos generaciones antes, cuando Urbain Grandier llegó a laciudad.
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Desde el primer momento, los sentimientos públicos con respecto al nuevo pá-rroco estuvieron intensamente divididos. La mayor parte de sus feligreses lo aprobaba.El párroco anterior había terminado como un achacoso nonagenario. En cambio, su su-cesor era un hombre en la primera juventud, alto, atlético, con aire, como un par de co-quetos signos de interrogación. A los ojos de un post-faustiano, su retrato sugiere unMefistófeles metido en carnes, nada inasequible, y sólo un poco menos inteligente queel auténtico, vestido con hábito de clérigo no exento de fantasía. de grave autoridad yhasta (en opinión de un contemporáneo) de majestad. Sus ojos eran grandes y oscu-ros, y bajo el solideo podían vérsele los mechones de pelo abundante, negro y ondula-do. Su frente era alta, su nariz aguileña, sus labios rojos, carnosos y ágiles. Una ele-gante barba a lo Van Dick remataba su mentón, y en su labio superior lucía un fino bi-
 
gote cuidadosamente atusado y suavizado con delicadas pomadas, de modo que susenruladas puntas se confrontaban a ambos lados de la nariz
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A esta apariencia seductora, Grandier añadía las virtudes sociales de las bue-nas maneras y de la animada conversación. Siempre se hallaba dispuesto a corres-ponder a un cumplimiento con la mayor gentileza, y la mirada con que acompañaba suspalabras eran más lisonjera que las palabras mismas si se trataba de una señora muypresentable. Era obvio que el nuevo párroco se tomaba por sus feligreses un interésque no era meramente pastoral.
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Grandier vivía en la gris alborada de lo que podía llamarse la era de la respeta-bilidad. A lo largo de la Edad Media y a principios de la Moderna, el abismo existenteentre la doctrina profesada por la Iglesia Católica y la manera de conducirse indivi-dualmente sus clérigos no había podido ser salvado y, al parecer, era insalvable. Es di-fícil encontrar un escritor del Medievo o del Renacimiento que no diera por seguro que,desde el más alto prelado hasta el fraile más humilde, la mayoría de los hombres delclero eran altamente despreciables. La corrupción eclesiástica originó la Reforma, y asu turno, la Reforma produjo la Contrarreforma. Después del Concilio de Trento hubo,cada vez, menos papas escandalosos hasta que, finalmente, a mediados del XVII, lacasta escandalosa había desaparecido por completo. Asimismo, algunos de los obis-pos, cuyo único mérito para los ascensos era ser hijos menores de familias nobles, hi-cieron cierto esfuerzo para comportarse correctamente. Muchos abusos del bajo clerofueron controlados por las altas autoridades de la Iglesia gracias a una más vigilante yeficiente administración eclesiástica y, sobre todo, al fervoroso celo desplegado por ins-tituciones como la Compañía de Jesús y la Congregación del Oratorio. En Francia,donde la monarquía se valía de la Iglesia como de un instrumento para dar mayor fuer-za al poder central, a expensas de los protestantes, de la nobleza y de la tradicional au-tonomía de las provincias, la respetabilidad clerical le concernía a la realeza. Las ma-sas nunca respetarán a una Iglesia cuyos ministros sean culpables de conducta escan-dalosa. Pero en un país donde no sólo l'État, sino también l'Église c'est moi, la falta derespeto a la Iglesia traduce la falta de respeto para con el Rey. «Recuerdo —escribeBayle en una de las interminables notas al pie de su gran Diccionario—, recuerdo queun día le pregunté a un caballero que me hacía el relato de una inacabable serie deirregularidades del clero veneciano, cómo era posible que el Senado tolerase cosascomo las que me contaba, que no favorecían nada el honor de la Religión y del Estado.Me contestó que el bien público obligaba al Soberano a emplear esta indulgencia y, pa-ra explicar esta contradicción, agregó que el Senado estaba muy complacido de quecuras y monjes fueran despreciados por el pueblo, puesto que, por tal razón, seríanmenos capaces de provocar una insurrección unidos a ellos. Una de las razones, dice,por las cuales los jesuítas no le resultan gratos al Príncipe, es que preservan el decorode su carácter y así, siendo los más respetados por la gente inferior, se hallan en lasmejores condiciones para promover una sedición.» A lo largo de todo el siglo XVII, lapolítica del Estado con respecto a las irregularidades del clero en Francia, era exacta-mente la opuesta a la desarrollada por el Senado de Venecia. Puesto que éste temía laintrusión eclesiástica, gustaba de ver a sus clérigos conducirse como cerdos y le dis-gustaban los respetables jesuítas. Políticamente poderosa y fuertemente gálica, la mo-
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ser quemado en la hoguera». La tercera consistía en que el juez prometía respetar lavida del acusado, pero en la idea de rehusar más adelante la función de dictar senten-cia, por lo cual la delegaba a otro juez que ocupaba su puesto. La mentira sistemáticaes algo que necesariamente ha de dejar al mentiroso a la intemperie. Ergo, si usted en-cuentra expediente para mentir asegúrese de hacer tales reservas mentales que le pa-rezca a usted mismo —ya que no a los otros, y desde luego no a Dios, que es el únicoque no puede ser burlado— que es usted un digno candidato al paraíso.
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Para un occidental de nuestro tiempo, el rasgo más absurdo, a la vez que elmás inicuo de un juicio de hechicería en la Edad Media y a principios de la Edad Mo-derna, es el hecho de que casi ningún acontecimiento de la vida diaria, por extraño yfunesto que sea, puede ser atribuido legítimamente a la diabólica intervención de lasartes mágicas de un brujo. He aquí parte de la evidencia por la cual fue condenado a lahorca uno de los dos hechiceros juzgados en 1664, en Bury St. Edmunds ante el futurolord Mayor de Justicia Sir Ferdinand Matthew. En el calor de una disputa, el acusadohabía lanzado maldiciones y proferido amenazas contra uno de sus vecinos. Después,éste testimonió: «tan pronto como sus cerdas parieron, los cochinillos se lanzaron abrincar y hacer cabriolas, para terminar poco después cayendo en tierra fulminados».Eso no fue todo, pues no había transcurrido mucho tiempo «cuando se vio vejado porun escuadrón de piojos de tamaño descomunal». Contra unas sabandijas sobrenatura-les como aquéllas los métodos usuales de desinfección no eran eficaces, por lo cual sevio obligado a entregar dos de sus mejores trajes a las llamas. Sir Matthew era un juez justo, un modelo de moderación, un hombre de vasta cultura, lo mismo en el campo dela ciencia que en el de la literatura y en el de la jurisprudencia. Que una persona comoél diese crédito a unas pruebas de evidencia como aquéllas parece increíble. Lo ciertoes que así consta. Tal vez haya que buscar la razón en el hecho de que Sir Matthewera excesivamente piadoso. Pero en una época eminentemente ortodoxa la piedad im-plicaba, por necesidad, la creencia es un demonio personal y, además, la convicción detener el deber de exterminar a todos los hechiceros. Además, admitida la verdad de to-do aquello que está contenido en la tradición judeo-cristiana, había probabilidades deque, si a raíz de ser anunciados por la maldición de un viejo o de una vieja llegaban atener efecto tanto la muerte súbita de los cochinillos como la proliferación desmedidade unos piojos, esos hechos fuesen considerados como acontecimientos de orden so-brenatural debidos a la intervención de Satanás.
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A la erudición bíblica acerca de demonios y hechiceros han sido incorporadoscierto número de supersticiones populares que, finalmente, llegaron a ser tratadas conla misma veneración que se acuerda a las verdades reveladas de las Sagradas Escritu-ras. Por ejemplo, hasta fines del siglo XVII todos los inquisidores y la mayoría de losmagistrados civiles aceptaban, lisa y llanamente, la validez de lo que puede ser deno-minado pruebas de hechicería. ¿Presenta el cuerpo del acusado señales que puedenparecer extrañas? ¿Se encontraban en esas manchas o señales algunos puntos insen-sibles al contacto de una aguja? ¿Se encontraba alguno de aquellos «pequeños pezo-nes», alguna de aquellas tetas suplementarias en las cuales un familiar cualquiera, seagato o escuerzo, podía ponerse a mamar y a nutrirse para engordar? En tal caso, nohabía duda de ninguna especie de que el sospechoso era un brujo o hechicero. Si-
 
guiendo la tradición; así había que admitirlo, pues la tradición afirmaba que ésas eranlas huellas y señales con que rubrica el demonio sus operaciones y andanzas. Puestoque un nueve por ciento de machos y algo menos de un cinco por ciento de hembrasnacen con tetillas suplementarias, nunca hubo déficit de víctimas predestinadas. Así, lanaturaleza desempeñaba su rol para que luego los jueces, con sus precipitados postu-lados y principios, hicieran el resto.
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Entre las supersticiones populares que habían cristalizado en sus respectivosrefraneros, hay tres que merecen una breve mención, en virtud de las ingentes desgra-cias que su general aceptación ocasionó. Estas eran: la creencia de que los brujos ohechiceros podían, con sólo invocar la ayuda del demonio, provocar tempestades, pro-ducir enfermedades, u ocasionar la impotencia sexual. Kramer y Sprenger en su Ma-lleus las consideran como verdades evidentes por sí mismas, no meramente reconoci-das por el sentido común, sino también refrendadas por la autoridad de los doctoresmás eminentes.
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En su comentario sobre el Libro de Job, Santo Tomás dice lo siguiente: «Debe-mos confesar que los demonios, con el permiso de Dios, pueden transformar el aire,promover tempestades y hacer caer el fuego del cielo. Puesto que en todo lo que serefiere a la posibilidad de adoptar nuevas formas, la naturaleza corpórea no se hallasujeta a las órdenes de ningún ángel, bueno o malo, sino únicamente a las de DiosCreador. No obstante, con respecto al movimiento local, la naturaleza corpórea ha deobedecer a la naturaleza espiritual, aunque los vientos, la lluvia y otras perturbacionessemejantes del aire pueden ser causadas por el mero movimiento de vapores proce-dentes de la tierra o del agua y, por consiguiente, el poder natural de los demonios essuficiente para causar tales fenómenos».[51] En lo que atañe a las enfermedades, sos-tiene: «No hay enfermedad, ya sea la lepra o la epilepsia, que no pueda ser causadapor los hechiceros, con el permiso de Dios. Y esto se halla probado por el hecho de queninguna especie de dolencia está excluida por los doctores».[52] La autoridad de losdoctores está confirmada por las observaciones personales de Santo Tomás. «Pueshemos encontrado con frecuencia que algunas personas han padecido epilepsia o malde gota ocasionados por huevos que habían sido enterrados con cuerpos muertos, es-pecialmente cadáveres de brujas. Y todavía más concretamente cuando éstos han sidoingeridos con las comidas o con la bebida».[53] Con respecto a la impotencia, nuestrosautores establecen una tajante distinción entre la variante natural y la sobrenatural. Laimpotencia natural es la incapacidad de tener relaciones sexuales con un individuo delsexo opuesto. La impotencia sobrenatural, ocasionada por mágicos ensalmos y pordemonios, es la incapacidad con relación a una sola persona (especialmente una es-posa o viuda), manteniéndose la potencialidad con respecto a cualquiera otra personadel sexo contrario. Hay que hacer notar —dicen los autores— que Dios permite másencantamientos o hechizos en la esfera del poder generativo que en otra cualquiera dela vida humana y la razón es que, a partir de la caída en el pecado, existe «mayor co-rrupción en todo lo concerniente al sexo que en lo que se refiere a las otras actividadesde la especie». Así, las tormentas devastadoras no dejan de ser frecuentes: la impo-tencia selectiva afecta a la mayoría de los hombres y, en cuanto a las enfermedades,nunca dejan de hacer acto de presencia.
 
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En un mundo donde la ley, la teología y la superstición del pueblo se hallabanconformes en considerar a las brujas como responsables de esos extraños aconteci-mientos que de cuando en cuando se producían, las ocasiones para estar al acecho ylas oportunidades para la delación y la persecución eran incontables. En la culminaciónde la caza de hechiceros en el siglo XVI, la vida social de algunas comarcas de Alema-nia debió de haber sido muy semejante a la vida social bajo la bota de los nazis o a lade una región cualquiera recientemente sujeta a la dominación comunista. Sometido atortura, o por un excesivo sentido del deber, o por un impulso histérico, un hombre de-nunciaba a su propia esposa, una mujer a sus mejores amigas, un muchacho a sus pa-dres y un criado a sus señores. Pero éstos no eran los únicos demonios que habitabanen una sociedad que se dedicaba a la captura de los demonios. Las incesantes suges-tiones de encantamiento, las diarias amonestaciones contra el demonio ocasionabanun efecto desastroso sobre muchas personas. Los más timoratos no querían saber na-da de esas cosas. En cambio, el efecto que sobre los ambiciosos y los resentidos pro-ducía esta reiteración acerca de los peligros sobrenaturales era diferente. Con tal dealcanzar los premios que tan ansiosamente ambicionaban, hombres como Bothwell,mujeres como la señora de Montespan, se hallaban siempre dispuestos a explotar losrecursos de la magia negra hasta sus límites más criminales. Y si alguno se sentíaoprimido y frustrado, si sentía resentimiento contra la sociedad o contra alguno de susvecinos: ¿había algo más natural que apelar a la ayuda —de acuerdo con lo que sos-tenían Santo Tomás y sus seguidores— de los demonios capaces de promover las másenormes fechorías?
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Prestando tanta atención al demonio y tratando la hechicería como el más ne-fando de todos los crímenes, los teólogos y los inquisidores promovían y estimulaban lapráctica de todo aquello que tan rígidamente trataban de reprimir. A principios del sigloXVIII la hechicería había dejado de ser un serio problema socia1. Llegaba a su extin-ción, entre otras razones, porque casi nadie se preocupaba de reprimirla. Cuanto me-nos se la perseguía tanto menos se le hacía la propaganda. La atención se desviabade lo sobrenatural a lo estrictamente natural. Desde 1700 hasta nuestros días, todaslas persecuciones llevadas a cabo en Occidente han sido de carácter laico y, podríadecirse, humanísticas. Para nosotros, el demonio ha dejado de ser algo metafísico y seha convertido en un ente político o económico. Ahora, el demonio se encarna a sí mis-mo, no en hechiceros ni magos (pues en este tiempo gustamos de considerarnos comopositivistas) sino en representantes de alguna clase odiada o de alguna nación enemi-ga. Los resortes de la acción y las racionalizaciones han experimentado algún cambio.Pero los odios, con su motivo, y las ferocidades, con su justificación, nos son entera-mente familiares.
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La Iglesia, como lo hemos visto, pensó que la hechicería constituía simultánea-mente, una realidad terrible y ubicua y, por eso, la ley a tono con tal doctrina, actuabacon su consecuente severidad. Pero, ¿hasta qué punto la opinión pública estaba deacuerdo con el punto de vista oficial? Los sentimientos de la mayoría, inculta y desor-ganizada, sólo pueden inferirse a través de las referencias que quedan de sus actos yde los comentarios de la gente culta. En un capítulo dedicado al ejercicio de la hechice-
 
ría sobre los animales, el Malleus nos ofrece una curiosa apreciación acerca de la vidade la aldea medieval hacia la cual los sentimentalistas, cuya aversión del presente losciega para los horrores no menos monstruosos del pasado, se sienten atraídos connostalgia. «No existe —leemos allí— ni el más pequeño cortijo donde las mujeres notraten de hacerse mal unas a otras resecando la leche de sus vacas por medio de con- juros y, con frecuencia, hasta dándoles muerte.» Cuatro generaciones después encon-tramos, en los escritos de dos ingleses eminentes, Georges Gifford y Samuel Harsnett,relatos muy semejantes sobre la vida campesina en una sociedad de demonios encan-tados. «Una mujer —escribe Gifford— disputa airada y violentamente con su vecina; elresultado son unas cuantas descalabraduras que la vecina recibe... Se habla del caso...Se suscita una sospecha... Pocos años después, esa misma mujer riñe con un indivi-duo. El también lleva lo suyo. Todo el mundo lo sabe; la noticia se ha extendido por do-quier. Y corre la voz:
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“—¡La madre W. es bruja! ¡La madre W. es bruja!
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»Bien. La madre W. comienza a hacerse odiosa y terrible para muchos. Sus ve-cinos no se atreven a decir nada, pero en lo más íntimo de cada uno late un deseo deque la cuelguen.
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»Poco después un vecino cae enfermo y languidece. Los vecinos van a visitarle.
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“—Y bien, vecino —dice uno—, ¿no creéis que puede haber un maleficio? ¿Ha-béis tenido algún disgusto con la madre W.?
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“—Realmente, vecino —responde el enfermo—, hace tiempo que no tengo tratocon ella, y no puedo decir que esté disgustado o no, a no ser que el otro día mi mujer lerogó y también yo, que procurase que sus gallinas no vengan a nuestra huerta... ¡Oh,sí! Verdaderamente ahora pienso si ella me ha echado mal de ojo. Sí, sí... claro; todo elmundo sabe que la madre W. es, ciertamente, una verdadera bruja.
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»Eso estaba fuera de toda duda, pues había quien había visto salir corriendouna comadreja del corral de la madre W. para meterse en el corral de aquel pobre pa-ciente, poco antes de caer enfermo. El enfermo murió, pero su muerte fue atribuida amaleficios de brujería.
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»No se perdió un momento: la madre W. fue detenida y encerrada en prisión; sela procesó acusándola de crimen y fue condenada a la pena capital. En las mismas ta-blas del patíbulo, preparada para morir, declaró que era inocente.»[54]
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Escuchemos ahora lo que dice Harsnett en su Declaration of Egregious PopishImpostares:[55] «¿Por qué, queridos vecinos, receláis entonces mirando alrededor? Sialguno de vosotros tiene una oveja con el mal del vértigo o un cerdo con paperas o uncaballo al que le dan vahídos, o un pillastre que pierde el tiempo en la escuela, o unamuchacha perezosa al cuidado de la noria, o una mujer joven y desaliñada cargada demal humor, y que no le ha puesto grasa suficiente a las gachas, ni su madre ni su padre
 
manteca o aceite para el pan... Y además de todo eso la vieja madre Nobs le ha llama-do así como por casualidad "gandula" o le pide al demonio que la rasque... ¡Ah!, enton-ces no hay duda de que la madre Nobs es bruja».[56]
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Este cuadro de las comunas aldeanas cuya vida está sólidamente afirmada enlas supersticiones, en el temor y en la mutua desconfianza, es singularmente pesimista.Al fin y al cabo, se trata de una impresión limitada, moderna y actual. Nos recuerdabastante forzadamente algunas páginas de La Vingt-Cinquième Heure y de 1984, pági-nas en las cuales Virgil Georgiu describe las pesadillas del presente y del pasado in-mediato, y en las que Orwell pronostica el aún más diabólico futuro. Los relatos prece-dentes que sobre la opinión pública, no sujeta a ordenación ninguna, nos hacen hom-bres dotados de una cultura, son suficientemente ilustrativos. Ahora bien, los hechoshablan con más intensidad que las palabras en una sociedad que periódicamente lin-cha a sus hechiceros y que proclama con vehemencia su fe en la magia y su miedo alos demonios.
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He aquí un ejemplo sacado de la historia de Francia y casi contemporáneo delos sucesos referidos en esta obra: en el verano de 1644, poco después de una furiosay devastadora granizada, los habitantes de unas cuantas aldeas próximas a Beaune seconfabularon para vengarse de los espíritus encarnados en algunas personas que, demanera tan desenfrenada, habían arrasado sus cosechas.
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Bajo la dirección de un viejo de setenta años, que pretendía poseer un olfatoinfalible tratándose de brujos y brujas, se lanzaron a la captura de unas cuantas muje-res y las mataron a golpes. Otras, también sospechosas, fueron abrasadas con picos ypalas al rojo vivo, arrojadas dentro de los hornos y otras, precipitadas de cabeza desdelugares de gran altura.
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Para poner fin a este movimiento y situación de terror, el Parlamento de Dijon sevio obligado a enviar dos comisionados especiales al frente de una fuerza considerablede la policía.
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Nos damos cuenta, pues, que la anárquica opinión del pueblo se hallaba en unacuerdo completo con los teólogos y los juristas. En cambio, entre la gente culta no ha-bía tal unanimidad de criterios para aprobar concepciones y procedimientos semejan-tes.
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Kramer y Sprenger se refieren con indignación a aquellos (y a fines del siglo XVeran ya numerosos) que dudaban de la posibilidad de hechicería. Sostienen que losteólogos y canonistas están de acuerdo en condenar el error de «los que sostienen quela hechicería no tiene realidad en el mundo. Cabe solamente en la imaginación de to-das aquellas personas que, por su ignorancia de las causas ocultas —que hasta ahoranadie ha podido comprender—, atribuyen ciertos efectos naturales a los hechizos, co-mo si no fuesen realizados por causas desconocidas, sino por la acción de algunosdemonios que trabajan ya por cuenta propia, ya en colaboración con los hechiceros. Y,aunque todos los demás doctores condenan este error como una falsedad, Santo To-
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especialmente los que buscan la perfección. Los buenos rectores de almas señalanque todas esas tentaciones son un rasgo normal y casi inevitable de la vida espiritual yque hay que cuidar que no ocasionen ningún mal que no pueda ser justificado.[78] Entiempos ordinarios esos pensamientos y sentimientos negativos eran reprimidos y, siafloraban a la conciencia, rechazados por un esfuerzo de voluntad. Debilitada por algu-na dolencia psico-somática y frenética a causa de su abandono o indulgencia con res-pecto a las fantasías de cosas irrealizables y prohibidas, la madre superiora perdió todopoder para controlar los indeseables resultados del proceso de la inducción. La conduc-ta de los histéricos es contagiosa; por lo tanto, el ejemplo de la priora fue seguido porlas otras monjas. Muy pronto todo el convento se vio hundido y arrojado al paroxismo,profiriendo blasfemias y escupiendo obscenidades. En razón de una publicidad que seestimó había de ser favorable a las respectivas órdenes religiosas y a la Iglesia en ge-neral, o con la deliberada intención de manejar a las monjas como instrumento para laaniquilación de Grandier, los exorcistas hicieron cuanto estaba en su poder para alentare incrementar el escándalo. Se forzó a las monjas a realizar las mayores extravagan-cias en público, fueron inducidas y animadas a blasfemar delante de distinguidos visi-tantes y a hacer los mayores disparates y los más disparatados desatinos. Hemos vistoya que a los comienzos de su dolencia la priora no creía ser víctima de posesión de-moníaca. Sólo después que su confesor y los otros exorcistas le aseguraron reiterada-mente que se hallaba repleta de demonios, la pobre sor Juana llegó por fin al conven-cimiento de que estaba endemoniada y de que su única preocupación desde entoncesdebía ser la de comportarse como tal. Y esto mismo ocurrió con alguna de las otrasmonjas.
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Leemos en un libelo publicado en 1634 que la hermana Agnes se había dadocuenta en repetidas ocasiones — durante los exorcismos de que ella no era una ende-moniada. Pero los frailes le habían dicho que sí lo era y la habían obligado a seguirsometiéndose a aquellas ceremonias de expurgación. Y «el precedente 22 de junio,habiendo dejado caer por equivocación el exorcista un poco de azufre ardiendo en laboca de la hermana Claire, la pobre muchacha se retorció bañada en lágrimas diciendoque desde que le habían asegurado que se hallaba poseída por los demonios se en-contraba dispuesta a creerlo, pero que no creía que mereciera ser tratada de aquelmodo». Aquello, que comenzó espontáneamente como un acto de histeria, iba siendocompletado por medio de la sugestión a cargo de Mignon, de Barré, de Tranquille ycompañía. Todo fue muy bien comprendido a su tiempo. «Concedido que no hay enga-ño en el asunto — escribía el anónimo autor del libelo a que nos hemos referido—, ¿sesigue necesariamente que las monjas son posesas? Pero ¿no puede ser que en su lo-cura y gracias a su imaginación disparatada ellas se crean poseídas cuando en reali-dad no lo están?» «Esto —continúa nuestro autor— puede acontecerles a las monjaspor alguno de estos tres motivos: Primero: a causa de los ayunos, vigilias y meditacio-nes sobre el infierno y Satanás. Segundo: a consecuencia de alguna observación de suconfesor; algo que les haga pensar que son objeto de tentación por parte del demonio.Y tercero: que el confesor, al darse cuenta de que ellas se comportan de manera extra-ña, imagine, en su ignorancia, que están poseídas o hechizadas, y luego por la influen-cia que ejerce sobre su pensamiento, las persuada de que es así.» En el presente casola errónea creencia de la posesión era debida al tercero de los motivos. Lo mismo que
 
los envenenamientos mercuriales y antimónicos de los primeros tiempos y los de azufrey las fiebres de los sueros de la época actual, así la epidemia de Loudun era una «en-fermedad iatrogénica» producida y alimentada por sus mismos médicos a quienes seconsideraba como los restauradores de la salud de sus pacientes.
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El pecado de los exorcistas resulta descomunal en extremo si recordamos quesus procedimientos violaban directamente las reglas establecidas por la Iglesia. Deacuerdo con tales reglas, los exorcismos habían de realizarse en privado; a los demo-nios no se les había de permitir que expresaran sus opiniones y nunca podían ser creí-dos, pues había que tratarlos con desprecio y considerarlos en rebeldía. En Loudun seexhibía a las monjas ante ingentes multitudes y sus respectivos demonios eran anima-dos a sostener públicamente fuese lo que fuese, desde las cuestiones estrictamentesexuales hasta el mismísimo misterio de la transubstanciación, y, lo que es peor, susdeclaraciones eran aceptadas como si fuesen las verdades del Evangelio y ellos consi-derados como distinguidos visitantes de otro mundo, cual si tuviesen la autoridad de lapropia Biblia. Si blasfemaban y hablaban con descaro e impudicia, bien, muy bien;aquello era precisamente su manera peculiar y el modo de manifestarse como en supropia sala. Al fin y al cabo la alcahuetería y la blasfemia eran gajes del oficio.
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Todo aquello se consideraba blasfemia sobrenatural más bien que grosería hu-mana. Y si no había suficientes pruebas de la posesión por los demonios ¿cómo se po-dían explicar las contorsiones de las monjitas y sus proezas en el campo de la acroba-cia? En lo inmediato, la levitación había sido rápidamente excluida; ahora bien, si lashermanitas nunca flotaron en el aire, lo que desde luego no podía negarse era que almenos realizaban los más pasmosos juegos gimnásticos en el suelo. «A veces —diceDe Nion— hacían pasar el pie izquierdo por encima de un hombro hasta tocar la propiamejilla. También llegaban a pasar sus pies por encima de la cabeza y conseguían queel dedo gordo les tocase la nariz. Otras eran capaces de abrir sus piernas de tal modo,extendiéndolas a derecha e izquierda, como se hace en los circos, que quedaban sen-tadas en el suelo sin dejar espacio visible entre la entrepierna y el pavimento. Una, lamadre superiora, podía extender sus piernas de manera tan descomunal que desde lapunta de un pie a la del otro alcanzaba una distancia de siete palmos, aunque ellamisma no alcanzase más de cuatro de estatura.» Al leer todas esas referencias sobrelas habilidades de las monjas, no podemos dejar de llegar a la conclusión de que el al-ma femenina es tanto naturaliter christiana como naturaliter Drum-Majoretta.[79] Por loque se refiere al eterno femenino, parece ser que el gusto por la acrobacia lo tienenellas por naturaleza y que esa realidad sólo espera la ocasión oportuna para poder ma-nifestarse en zapatetas y saltos mortales. En los casos de las contemplativas enclaus-tradas tales oportunidades no suelen ser frecuentes ni mucho menos. Tuvieron queconfabularse siete demonios y el canónigo Mignon para poder crear al fin la circunstan-cia que hizo posible que la hermana Juana llegase a hacer todas aquellas maravillas.Que las monjas encontraban profunda satisfacción en sus expansiones gimnásticasqueda probado por las manifestaciones de Nion, el cual nos dice que, por más que fue-sen torturadas por los demonios dos veces al día durante meses enteros, no quedabanafectadas en su salud en modo alguno. Por el contrario, «las que eran algo enfermizasparecían gozar después de mayor salud que antes de hallarse poseídas». A las Drum-
 
Majorettes, a las bailarinas de cabaret in posse se les había permitido aflorar a la su-perficie, razón por la cual aquellas pobres muchachas sin vocación para el rezo y laoración eran por primera vez en su vida verdaderamente felices. Pero ¡ay!, su felicidadno era completa. Gozaban de intervalos lúcidos; a veces se daban cuenta de lo que seestaba haciendo con ellas, y de lo que ellas mismas estaban haciendo con aquel des-dichado del cual se imaginaban hallarse locamente enamoradas.
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Hemos visto que el 26 de junio la hermana Claire ya se había quejado del modocomo la habían tratado los exorcistas. El 3 de julio, hallándose en la capilla del castillo,rompió de pronto en un mar de lágrimas y entre sollozos declaró que todo lo que habíadicho acerca de Grandier durante las últimas semanas no era más que una sarta dementiras y calumnias y que en todo aquel asunto había obrado siguiendo las órdenesdel padre Lactance, del canónigo Mignon y de los padres carmelitas. Cuatro días des-pués, en un todavía salvaje impulso de remordimiento y de rebelión trató de huir deaquel encierro, mas tan pronto como salió de la iglesia fue capturada y reducida des-pués de grandes forcejeos y vuelta a llevar anegada en llanto a presencia de los bue-nos padres, sus protectores. Animada por el ejemplo de sor Claire, la hermana Agnes(aquel petit diable a quien Killigrew iba a ver, después de un año, arrastrándose a lospies de su capuchino) apeló a los espectadores que habían ido a verla cómo enseñabasus ya familiares piernas, suplicando con lágrimas en los ojos la liberasen del horriblecautiverio en que la tenían los exorcistas. Pero los exorcistas eran los que siempre y entodas las ocasiones tenían la última palabra. Las súplicas de la hermana Agnes, el in-tento de fuga de la hermana Claire, sus retractaciones y escrúpulos de conciencia, todoeso, era obvio que no podía significar otra cosa que una faena muy particular y muypropia del gran señor y protector de Grandier, es decir: el propio diablo. Si una monjase retractaba de lo que había dicho contra el párroco, eso era prueba positiva de queSatanás hablaba por su boca y, por lo tanto, de que lo que ella había afirmado antesera la verdad auténtica. Este fue un argumento que, en el caso de la priora, produjo elmayor efecto. Uno de los jueces escribió un sumario de las acusaciones por las cualesfue condenado Grandier. En el sexto párrafo de ese documento podemos leer lo si-guiente: «De todos aquellos eventos que atormentaron a las pobres monjas, ningunoaparece más extraño que lo que le aconteció a la madre superiora. El día después dela prueba a que hubo de someterse, mientras el señor de Laubardemont tomaba decla-ración a otra monja, la priora apareció en el patio del convento, sin más vestido que lacamisa y permaneció en tal atuendo y lugar por espacio de cuatro horas, aguantando lalluvia, sin nada en la cabeza, con una soga alrededor del cuello y una vela en la mano.Cuando abrieron el locutorio se abalanzó hacia la puerta y, cayendo de rodillas delantedel señor de Laubardemont, declaró que había ido a enmendar las ofensas en que ha-bía incurrido acusando al inocente párroco Grandier. Después de lo cual se retiró deallí, se fue al jardín, amarró la soga a un árbol y se hubiera ahorcado ella misma si lasotras monjas no hubieran acudido corriendo para impedir su suicidio».
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Cualquier otro hombre que no fuera Laubardemont hubiera supuesto que lapriora, a lo largo de los días, había ido declarando un montón de falsedades y que entrance tal como aquél sufría las agonías de su natural remordimiento. Pero Laubarde-mont desde luego no. Para éste todas aquellas manifestaciones de contrición eran obra
 
exclusiva de Balaam o Leviatán, que actuaban a tenor de los encantamientos del he-chicero. Tanto la confesión de sor Juana como su intento de suicidio, lejos de exculparal párroco sirvieron para dar mayor firmeza que nunca a la convicción de su culpabili-dad. Aquello no iba bien. De la prisión ideal que se habían edificado por sí mismas —una prisión de obscenas fantasías que ahora quedaban objetivadas en hechos auténti-cos, de mentiras previamente confeccionadas y pulidas para hacerlas pasar como ver-dades reveladas— las monjas ya nunca fueron capaces de escapar.
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El Cardenal había ido tan lejos en sus designios que ya no cabía pensar en quepudiera permitir que se diese marcha atrás. ¿Y es que acaso podían las propias mon- jas persistir en su arrepentimiento? Retractándose de lo que habían dicho de Grandiertenían que condenarse ellas mismas, no sólo en este mundo sino también en el otro.Con respecto a sus rectificaciones, todas ellas decidieron seguir la opinión de los exor-cistas. Los pobres y santos padres les aseguraron que aquello por lo cual sentían tanhorribles remordimientos no era, ni más ni menos, que una diabólica ilusión; que lo queellas consideraban retrospectivamente como la más monstruosa de las mentiras eraactualmente una verdad, y una verdad tan salutífera, tan católica, que la Iglesia estabadispuesta a garantizar lo mismo su ortodoxia que su concordancia con los hechos.
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Las monjas escuchaban atentamente todas esas razones; las monjas acusabanla congoja que les producía semejante persuasión. Y cuando ya no les fue posible creertan abominable disparate, se refugiaron en el delirio. En sentido horizontal, al nivel dela realidad cotidiana, no había posibilidad de escapar de su prisión. Y en cuanto a laauto-trascendencia ascendente no se trataba allí, en medio de toda aquella diabólicapreocupación sobre los demonios, de elevación del alma a Dios. En cambio, hacia aba- jo, el camino se hallaba ciertamente abierto y expedito. Y desde luego, hacia abajomarchaban y seguían marchando, a veces voluntariamente, en un desesperado esfuer-zo de escapar al conocimiento de su culpa y de su humillación; a veces también, cuan-do su propia locura y las sugestiones de los exorcistas resultaban demasiado fuertespara ellas, contra su voluntad y aun a despecho de ellas mismas. Sí, allá abajo, dondese dan las convulsiones; allá abajo, donde está la suciedad, la porquería o el furor ma-niático. Allá abajo, más abajo del nivel de la personalidad, en el mundo infrahumano, enel que parece natural al aristócrata gastar ciertas jugarretas para diversión del popula-cho y a una monja adoptar posturas indecentes y vociferar palabrotas que no debenpronunciarse.
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Y todavía más abajo, más aún: hasta el estupor, hasta la catalepsia, hasta elúltimo deliquio de la total inconsciencia, del absoluto y completo olvido.Capitulo VIII
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«Si es presionado adecuadamente, el diablo se ve obligado a decir la verdad.»Concedida tal premisa, nada había, en rigor, que no pudiese ser inferido como conse-cuencia. Por lo tanto, al señor de Laubardemont le disgustaban los hugonotes. Diecisie-te ursulinas infestadas de demonios se hallaban dispuestas a jurar que los hugonoteseran amigos de Satanás y sus fieles servidores. Partiendo de tales circunstancias, el
 
señor Comisionado se sentía plenamente justificado haciendo caso omiso del Edicto deNantes. Los calvinistas de Loudun fueron, en primer lugar, despojados de su cemente-rio: que enterraran a sus muertos en otro lugar. Luego le tocó el turno al Colegio protes-tante. El confortable edificio de la escuela fue confiscado y entregado a las ursulinas.En el convento alquilado que hasta entonces tuvieron estas monjas, no había habita-ciones disponibles para el gran número de piadosos turistas que llegaban en tropel a laciudad. Por fin podían ser exorcizadas las buenas monjitas con toda la publicidad quese merecían, sin tener que salir, hiciese el tiempo que hiciese, a la iglesia de la SantaCruz o a la iglesia del castillo. Apenas menos detestables que los hugonotes eran losmalos católicos que se negaban, obstinadamente, a creer en la culpabilidad de Gran-dier, en la realidad de la posesión y en la absoluta ortodoxia de la nueva doctrina de loscapuchinos. Lactance y Tranquille despotricaron contra ellos desde el pulpito. Esasgentes, pregonaban, no eran mejores que los herejes; su duda era pecado mortal y yaestaban condenados. Mesmin y Trincant, entretanto, acusaban a los escépticos de des-lealtad para con el Rey, y lo que es peor, de conspiración contra Su Eminencia. Y porboca de las monjitas de Mignon y de las histéricas carmelitas los demonios anunciaronque todos ellos eran magos que habían traficado con Satán. De alguno de los endemo-niados de Barré, residentes en Chinon, llegó la sentencia de que hasta el irreprochablebailli, señor de Cerisay, era un chapucero en cuestión de magia negra.
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Otro endemoniado denunció a dos sacerdotes, los padres Buron y Frogier, porintento de violación. Madeleine de Brou fue inculpada de brujería, arrestada y encarce-lada por acusación de la priora. Gracias a su riqueza y excelentes relaciones, sus pa-rientes consiguieron obtener su libertad bajo fianza. Pero una vez terminado el juiciocontra Grandier, fue detenida nuevamente.
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Una apelación a Messieurs des Grands-Jours —los jueces del peripatético Tri-bunal de Apelación que se desplazaba por todo el reino inspeccionando los escándalosy los desmanes de la justicia— trajo un mandamiento contra Laubardemont. El Comi-sionado replicó, a su vez, con un mandamiento contra el promotor de la apelación. Porsuerte para Madeleine, el Cardenal no la consideró tan importante como para promoveruna querella de tipo judicial. Se le ordenó a Laubardemont que abandonase el caso y,por esa razón, la priora tuvo que renunciar al placer de la venganza. En cuanto a la po-bre Madeleine, convirtió en realidad lo que su amante le había quitado de la cabeza ala muerte de su madre: tomó los hábitos y desapareció para siempre dentro de los mu-ros de un convento.
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También flotaban en el viento otras acusaciones espesas y borrosas. Ahoraeran los principiantes locales los destinados al ataque. De acuerdo con su tempera-mento retozón, la hermana Agnes declaró que en ninguna parte del mundo se podíaencontrar otro pueblo tan falto de castidad como Loudun. La hermana Claire señalóparticularísimos, pecados. La hermana Louise y la hermana Jeanne afirmaron que lasmuchachas eran brujas en capullo y todo concluiría en las consabidas posturas inde-centes, el lenguaje obsceno y las estridentes risotadas de los maniáticos. Otras vecesse acusaba a caballeros muy respetables de haber asistido a la ceremonia del Sabbathy haber besado las nalgas de los demonios, y se acusaba también a las viudas de ha-
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santa compañía a mi madre desdichada, consoladla de la pérdida de un hijo que noteme otras penas que las que ella pueda sufrir aquí en la tierra, de donde él va a partirpronto».
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En este punto calló y hubo un expectante silencio. Prosiguió: «No mi voluntadsino la Vuestra... ¡Oh Dios! ¡Vos aquí, entre los instrumentos de tortura; Cristo ahora,en esta hora de la angustia suprema!»
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La Grange, el capitán de la guardia, anotaba en su dietario lo «que podía ir co-giendo de la invocación del párroco. Laubardemont se aproximó al joven oficial y lepreguntó qué estaba escribiendo. El oficial le contestó y montando en cólera, Laubar-demont quiso adueñarse de aquel libro de notas. Pero La Grange defendió su propie-dad y su derecho, y el Comisionado hubo de conformarse ordenándole no mostrar anadie lo que había escrito allí. Grandier era un hechicero impenitente, y no se puedeadmitir que un hechicero impenitente sea capaz de entregarse a la oración.
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En el relato que hizo el padre Tranquille sobre el juicio y la ejecución de Gran-dier y en las referencias escritas desde un punto de vista oficial, el párroco aparececonduciéndose del modo más diabólico e ingenuo. En lugar de oraciones, se le hacepasar cantando canciones indecentes; al presentarle el crucifijo se apartaba y volvía lacara con muestras de aborrecimiento y desprecio. El nombre de la Santísima Virgennunca se asoma a sus labios y, aunque algunas veces pronuncia la palabra Dios, nosignifica en boca de Grandier más que Lucifer.
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Por desgracia para su tesis, aquellos piadosos propagandistas no fueron losúnicos que nos dejaron un recuerdo de los procedimientos. Laubardemont podía impo-ner el secreto, pero no podía obligar a La Grange a cumplir con sus órdenes. Sabemosque también había algunos imparciales observadores de los acontecimientos, entreellos el astrónomo Ismael Boulliau, por los manuscritos anónimos al respecto.
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Sonó el reloj indicando que terminaba el breve plazo concedido. Sin esperarmás, el reo fue atado, tendido en el suelo, ligadas sus piernas de la rodilla a los pies,aprisionándoselas entre cuatro tablas de roble de las cuales dos estaban fijas y lasotras dos eran movibles. Metiendo algunas cuñas en el espacio que separaba las ta-blas movibles, las piernas de la víctima se podían apretar más y más contra el armazónde aquel entablillamiento. La diferencia entre la tortura corriente y la extraordinaria semedía por el número de cuñas consecutivamente clavadas. Como la tortura extraordi-naria era, sin remedio, fatal, sólo se administraba a criminales condenados y que estu-vieran a punto de ser ejecutados.
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Mientras se preparaba al reo para el extraordinario interrogatorio, los padresLactance y Tranquille, exorcizaron las cuerdas, las tablas, las cuñas y los mazos. Erauna operación muy necesaria, pues si los demonios no eran desplazados de esos ins-trumentos podrían conseguir, por medio de sus artes infernales, que la tortura no pro-dujese los terribles dolores que debía producir. Una vez que los frailes acabaron consus aspersiones y el bisbiseo de sus rezos, el verdugo se dispuso a continuar su traba-
 
 jo: levantó su pesada maza, lo mismo que hace el leñador para dar su hachazo contrael nudoso tronco de un árbol, y la descargó con toda su fuerza contra la cuña. Estalló,desgarrado, un irreprimible alarido de dolor. El padre Lactance se inclinó sobre la vícti-ma y le preguntó en latín si quería confesar. Pero Grandier le contestó con un movi-miento de cabeza.
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La primera cuña fue colocada entre las rodillas, la segunda a la altura de lospies. Una tercera, más gruesa, fue fijada para el taladro un poco más abajo de la prime-ra.
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Se oyó en seguida el terrible y sordo mazazo... el desgarro del dolor... el silen-cio. Los labios de la víctima se movieron: ¿Se confesaría? El fraile acercó el oído. Perolo único que oyó fueron estas palabras: «¡Oh Dios, oh Dios!»
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La tremenda invocación se repitió varias veces. Luego dijo: «¡No me abando-néis, Dios mío! ¡No permitáis que este dolor horrible haga que me olvide de Vos!» Sevolvió hacia el verdugo y le animó: «¡ Adelante!»
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Al segundo golpe de la cuarta cuña quedaron triturados algunos huesos de laplanta de los pies y de los tobillos. Durante unos momentos estuvo a punto de flaquear:«¡Clava, clava!», le gritó el padre Lactance al verdugo. «¡Duro! ¡Duro!»
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La víctima abrió otra vez los ojos y apenas pudo balbucear: «Padre, ¿dónde es-tá la caridad de San Francisco?» El discípulo de San Francisco no se dignó contestar.«¡Clava!», gritó de nuevo Lactance. El mazazo cayó nuevamente, Lactance se volvióhacia la víctima y en latín le instó apremiante: «Dicas, dicas!». Pero no había nada quedecir. Se insertó la quinta cuña. «Dicas!» El mazo permanecía suspendido. «Dicas!» Lavíctima miró al verdugo, al fraile, y cerró los ojos. «Torturadme cuanto queráis» dijo enlatín. «Dentro de poco, todo será igual para siempre. ¡Clava!» El tremendo mazazo ca-yó.
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El verdugo, falto ya de aliento y bañado en sudor, entregó el mazo a su ayudan-te. Fue un momento que aprovechó fray Tranquille para hablar al torturado. En un tonode dulce reproche, expuso las ventajas de una confesión, unas ventajas no sólo relati-vas al mundo del más allá, sino también a este mundo y al momento.
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El párroco le escuchó y luego preguntó: «¿Creéis, padre, creéis a concienciaque un hombre, para ser liberado de sus dolores, debe confesar un crimen que no hacometido?» Dejando aparte sus satánicos sofismas, Tranquille continuó apremiando alpárroco que musitó una respuesta, diciéndole que se hallaba dispuesto a confesar to-das sus culpas y ofensas verdaderas: «He sido hombre y he amado a las mujeres».
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Pero esta confesión no era la que Laubardemont y los padres exorcistas que-rían escuchar. «¡Habéis sido un hechicero! ¡Habéis tenido tratos con el demonio!»
 
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Cuando el párroco, una vez más, hizo protestas de inocencia, le fue aplicada lasexta cuña, a la que siguieron la séptima y la octava. La tortura corriente se acercaba ala barrera que daba entrada a la tortura de excepción. Los huesos de las rodillas, lasespinillas, los tobillos, los pies, todo iba quedando descoyuntado, machacado, destro-zado. Los frailes no lograban arrancar de aquellos despojos ninguna confesión de cul-pabilidad, sólo escuchaban algún escalofriante gemido o el apenas cuchicheado nom-bre de Dios.
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La octava cuña era la última de la tortura ordinaria. Laubardemont exigió más: leacuciaba una crueldad que rebasaba el límite de la tortura menor.
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El verdugo se alejó y regresó, poco después, con nuevas cuñas. Cuando vioque éstas no eran más gruesas que las últimas de la serie anterior y lo hizo saber, Lau-bardemont montó en terrible cólera y amenazó al ejecutor de la justicia con voz sañuda:«¡Mandaré que te azoten también a ti!»
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Pero los frailes subsanaron el inconveniente: tenían solución para todo. La cuñanúmero siete de la rodilla podía ser colocada junto con la número ocho del tobillo parareforzar su presión. Metieron entre las tablas una de las nuevas cuñas y entonces fueel padre Lactance quien empuñó y blandió la maza. «Dicas!», rugía a cada golpe queasestaba. «Dicas! Dicas!» Para no ser menos que él, fray Tranquille, cogió la temibleherramienta de manos de su cofrade, ajustó la cuña número diez y asestó con toda sufuria tres formidables mazazos. Grandier desfallecía. Su mirada parecía indicar que ibaa morir antes de ser llevado a la hoguera. No había más cuñas. ¿Qué hacer? Laubar-demont, de muy mala gana —pues este obstinado frustrador de sus planes merecía sertorturado hasta arrancarle la vida— ordenó hacer alto por el momento. Esta primera fa-se del martirio de Grandier había durado tres cuartos de hora.
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Apartando la máquina de la tortura, el verdugo y sus ayudantes colocaron a lavíctima en un banco. Grandier se miró las piernas horriblemente destrozadas. Luego,dirigiendo los ojos al Comisionado y sus trece cómplices, dijo: «Señores, attendite etvidete si est dolor sicut dolor meus». (Mirad y ved si podéis encontrar un dolor semejan-te al mío.)
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Cumpliendo órdenes de Laubardemont, fue conducido a otra estancia y dejadosobre un banco.
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Era un día sofocante del mes de agosto; sin embargo, el párroco temblaba pre-sa de los agudos escalofríos en que se hallaba sumido después de la tremenda flage-lación que había tenido que sufrir. La Grange lo arropó con un tapete y le acercó un va-so de vino para que bebiera.
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Mientras tanto Lactance y Tranquille trataban de conducir a mejores resultadosuna tarea que tan deplorable les estaba resultando. A todos cuantos les interrogabansobre el asunto les contestaban que, aunque fue sometido a la tortura, el hechicero sehabía negado a confesar. Decían que la razón era obvia. Grandier había invocado a
 
Dios a fin de que le diese fuerzas y su Dios, que era Lucifer, le había hecho insensibleal dolor. De ese modo, aunque pasaran el día entero colocando cuñas, no serviría denada.
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Para cerciorarse de que ésa era la verdad, otro de los exorcistas, el padre Ar-cángelo, se dispuso a realizar un pequeño experimento que pocos días después fueexplicado en un discurso público, y que uno de los auditores ha referido de la siguientemanera: «El aludido padre Arcángelo manifestó que el demonio había garantizado aGrandier la insensibilidad, puesto que, hallándose tendido en un banco con sus rodillastrituradas por la Gehenna[81] y cubiertas con un tapete de color verdoso, al serle quita-do bruscamente por el fraile, y haberle éste hurgado las piernas, el torturado no se que- jó de dolor alguno que seguramente tenían que producirle los toques del susodicho».De lo cual se desprende que: Grandier no había sentido dolor, que era Satanás quien lehabía hecho insensible, que, empleando las mismas palabras de los capuchinos:«cuando él hablaba favorablemente de Dios, quería decir el demonio y, cuando decíaque detestaba al demonio, se refería a Dios», y, finalmente, que había que tomar todaclase de precauciones y medidas para estar seguros de que en la hoguera sentiría ple-namente los efectos de las llamas.
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Cuando fray Arcángelo se marchó, le tocó el turno al Comisionado. Durante másde dos horas estuvo Laubardemont sentado junto a su víctima, acudiendo a todos losrecursos de la persuasión para arrancarle la firma con la cual podría excusar sus pro-cedimientos contrarios a la ley, disculparía al Cardenal y justificaría el uso que, en ade-lante, se hiciera de los métodos inquisitoriales en cualquier ocasión en que las monjashistéricas pudieran ser inducidas por sus propios confesores a acusar a los enemigosdel Régimen.
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Aquella firma le era indispensable, pero por más que lo intentó y por mucho quehizo tratando de conseguirla, no alcanzó su propósito. Según nos cuenta el señor deGastynes, que se hallaba en la ciudad y asistió a la despiadada entrevista, el señor deLaubardemont no desperdició argumentos, ni halagos, ni adulaciones, ni simuladossuspiros, ni hipócritas sollozos, de modo tal que el señor de Gastynes nos dice que«jamás había oído nada tan abominable».
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A cada cosa que Laubardemont decía, Grandier afirmaba que le resultaba mo-ralmente imposible suscribir una declaración que era falsa, como Dios lo sabía y comotambién debía saberlo el señor Comisionado. Laubardemont, finalmente, se dio porvencido. Llamó a La Grange y ordenó que los verdugos se presentaran.
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Los verdugos se presentaron. Revistieron a Grandier con una camisa impreg-nada de azufre, le ataron una soga al cuello y lo condujeron al patio, donde le aguarda-ba un carro con seis mulas. Lo subieron al carro y lo sentaron en un banco.
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El cochero azuzó a las mulas y, precedido por una compañía de arqueros, se-guida por Laubardemont y los trece sufridos magistrados, el carro se puso en marcharuidosa y lentamente. En medio de la calle se hizo un alto y, una vez más, la sentencia
 
fue leída con voz potente. Continuaron las mulas su viaje y en la puerta de la iglesia deSan Pedro —la puerta que tantas veces durante esos años había cruzado el párrococon su aire de confiada y majestuosa dignidad—, la procesión se detuvo. Pusieron elcirio de dos libras en manos de Grandier mientras lo bajaban del carro a fin de que, se-gún prescribía la sentencia implorara el perdón de sus crímenes. Pero no tenía rodillaspara arrodillarse y, cuando lo posaron en el suelo, cayó de bruces. Los verdugos tuvie-ron que levantarlo. De repente, fray Grillan, el guardián de los franciscanos, saliendo dela iglesia y abriéndose paso entre los arqueros de la guardia, se inclinó sobre el conde-nado y le abrazó. Profundamente conmovido, Grandier le suplicó sus oraciones y lasplegarias de la comunidad, la única en todo Loudun que se había negado rotundamen-te a colaborar con sus enemigos. El padre Grillau le prometió rogar por él, instándole aque tuviese confianza en Dios, nuestro Redentor. Le comunicó el mensaje que le habíadado su madre: estaba rogando por él a los pies de Nuestra Señora y le enviaba subendición. Ambos hombres, los dos clérigos, lloraron el uno junto al otro: un murmullode simpatía se dejó sentir entre la multitud. Laubardemont, al darse cuenta, no pudoesconder su furia. ¿Nada había de suceder tal como él lo había planeado? Conformeera de rigor, el populacho tenía que hacerse presente con sus gritos e improperios ensus intentos de linchar a un hechicero que traficaba con el demonio. En cambio, lo quesucedía era todo lo contrario: el populacho estaba formado por gente sensible que la-mentaba el cruel destino de aquel pobre desgraciado. Laubardemont ordenó áspera-mente a los guardias que echasen al franciscano. En la remolina que se armó, uno delos capuchinos asistentes aprovechó la ocasión para darle a Grandier un golpe de bas-tón en la afeitada cabeza. Restablecido el orden, el párroco pronunció las palabras quetenía que decir, a las que añadió, después de implorar perdón de Dios, del rey de la justicia, que aunque hubiese sido un gran pecador, sin embargo era inocente del cri-men por el cual se le había condenado.
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Mientras los verdugos volvían a subirlo al carro, un fraile arengó a aquel públicocompuesto de turistas y de vecinos de Loudun, asegurándoles que cometerían un gra-vísimo pecado si osaban rogar a Dios por aquel hechicero impenitente. La procesiónsiguió su curso. En la puerta del convento de las ursulinas se repitió la ceremonia deimplorar perdón de Dios, del Rey y de la Justicia. Pero cuando el oficial secretario or-denó al párroco que demandase perdón de la madre priora y de las buenas hermanitas,él contestó que nunca les había hecho daño alguno y que sólo podía pedir a Dios quelas perdonase. En ese momento, viendo a Moussault, el marido de Philippe Trincant,que era uno de sus más implacables enemigos, le rogó que olvidase lo pasado, aña-diendo, con un toque gentil de aquella su galante cortesía que le había hecho famoso,que «se disponía a morir como un humilde servidor suyo». Moussault, volviendo la ca-ra, eludió toda respuesta.
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No todos los enemigos de Grandier carecían de espíritu cristiano. René Bernier,uno de los sacerdotes que habían testimoniado contra él cuando fue acusado de con-ducta irregular, se abrió camino a través de la multitud y suplicó al torturado que le con-cediese su perdón, prometiéndole decir una misa por su alma. El párroco le cogió lamano y, estremecido de gratitud, se la besó.
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posible hacer y que se reían a carcajada limpia cuando gritaba acusando su pena y sudolor y le decían que todo aquello era tan sólo el delirio de su imaginación!
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Allí se hallaban los perversos moralistas que iban a sentarse a la cabecera desu cama para tratar de convencerle, por medio de interminables discursos, que no ha-cía más que recoger el premio que se tenía más que merecido. Allí estaban los sacer-dotes que le visitaban por pura curiosidad y como por mero pasatiempo, que le decíandespropósitos, como si fuera un niño o un cretino, que se pavoneaban haciendo galade su agudeza, de su inapreciable sentido del humor y que hacían el gracioso a expen-sas de la pobre víctima con sus zumbas irrisorias, con las cuales todos ellos se diver-tían, ya que él no podía contestar a lo que, desde luego, no podía comprender. En unaocasión «un padre de cierta importancia vino a la enfermería donde en aquel momentono había más que yo. Se sentó en mi cama, me miró fijamente durante un largo rato y,sin que yo le hubiese hecho injuria de ninguna especie ni tuviera intención de hacérse-la, me soltó una violenta bofetada y se fue sin decir palabra».
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Surin obraba como mejor podía a fin de trocar todas aquellas intemperancias enalgo que fuera de provecho para su alma. Dios quería que fuese humillado y que, portanto, se le considerase como un orate y se le tratase como a un facineroso, sin guar-dar respeto alguno hacia la persona humana ni sentir compasión alguna. El se resigna-ba a su miserable situación, se procuraba mayores trabajos y penalidades y hasta de-seaba vivamente su propia humillación. Pero su consciente esfuerzo por reconciliarseél mismo con su propio destino no era suficiente, por sí solo, para lograr un remedio. Lomismo que en el caso de Louise du Tronchay, el agente que había de obrar la curaciónsería la buena voluntad de un tercero. En 1648 el padre Bastide, el único de entre to-dos sus cofrades que había afirmado constantemente que Surin no era un loco sin re-misión, fue elevado a la rectoría del colegio de Saintes. En seguida solicitó se le permi-tiese llevarse a aquel inválido con él. Y consiguió el permiso que solicitaba.
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En Saintes, por vez primera en diez años, Surin se encontró con un trato desimpatía y de consideración; el trato que se otorga a un hombre enfermo sujeto a cier-tos achaques de orden espiritual y no a un criminal que ha de cargar con el castigo dela justicia de Dios y, con mayor razón todavía, el que merece de manos de los hom-bres. Parecía cosa imposible para él dejar su prisión y volver al trato con el mundo. Pe-ro el mundo iba tomando otra actitud y trataba de ponerse en comunicación con él. Lasprimeras respuestas del paciente a este nuevo tratamiento fueron de carácter fisiológi-co. Durante años un crónico desasosiego había mantenido tan escaso aliento en suspulmones, que parecía vivir en todo momento al borde de la asfixia. Casi súbitamente,su diafragma se ponía en movimiento; respiraba profundamente y era capaz de llenarsus pulmones de aire que daba vida. «Todos mis músculos habían sido como trabadoscon corchetes y parecía que iba saltando corchete tras corchete, con gran alivio paramí.» Realmente experimentaba en su cuerpo un fenómeno análogo al de su liberaciónespiritual. Los que han padecido de asma o de romadizo han pasado por el horror dehallarse físicamente amputados de su natural contorno, y luego, al recobrarse, por labienaventuranza de verse nuevamente inmersos en él.
 
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A un nivel espiritual y humano las criaturas padecen de algo que es equivalentedel asma, pero sólo a veces y muy vagamente se dan cuenta de que están viviendo enestado de asfixia crónica. Sin embargo, algunos tienen conciencia como de ser criatu-ras que no respiran y no viven. Desesperadamente suspiran por un poco de aire, y sipor fin consiguen henchir sus pulmones ¡qué inefable felicidad la suya! En el curso desu extraña carrera Surin fue alternativamente oprimido y liberado, encerrado y hundidoen deprimentes tinieblas y transportado a las cumbres bañadas por el sol. Así, sus pul-mones eran el eco del estado de su alma; contraídos y rígidos cuando su alma estabaacongojada, dilatados cuando el alma cobraba aliento.
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Las palabras serré, bandé, rétréci,[99] y su contrapuesta dilaté,[100] se renue-van constantemente en los escritos de Surin. Ellas expresan la realidad cardinal de suexperiencia; una violenta oscilación entre dos extremos: la tensión y la distensión; lacontracción por debajo del propio yo y la expansión a la vida más intensa. Una expe-riencia de la misma especie que aquella de la cual nos habla tan minuciosamente Mai-ne de Biran en su Diario, o la que encuentra su más pujante y bella expresión en algu-nos poemas de George Herbert y de Henry Vaughan; una experiencia adquirida en unasucesión de inconmensurables. En el caso de Surin, la distensión psicológica iba, a ve-ces, acompañada de una dilatación torácica en verdad extraordinaria. Durante un pe-ríodo de autoabandono al éxtasis, se encontró con que su chaleco de cuero, que seajustaba con lazos al igual que las botas, por la parte delantera, tenía que aflojarse encinco o seis corchetes. Como si fuera un nombre joven, San Felipe Neri experimentó enun éxtasis una dilatación tan extremada que se le quebraron dos costillas. A pesar, o acausa, de lo cual alcanzó avanzada edad y pudo trabajar con grandes arrestos hasta elfin de sus días. Surin siempre entendió que entre el aliento y el espíritu había una co-nexión real tan verdadera como la relación etimológica de una palabra a la otra. El dis-tingue cuatro especies de aliento o modos de alentar: un aliento del demonio, otro de lanaturaleza, otro de gracia y otro de gloria y, hasta asegura que ha tenido experienciapropia de los cuatro. Pero no da mayores explicaciones, y nosotros no sabemos quéclase de descubrimientos hizo en el campo del pranayana.
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Gracias a la benevolencia del padre Bastide, Surin había recobrado el dominiode sí mismo, la capacidad de ser un miembro de la especie humana. Pero Bastide sólopodía hablar en nombre de los hombres y no en nombre de Dios o, para ser más exac-tos, de la noción de Dios que Surin acariciaba en su interior. El inválido podía respirarde nuevo, es verdad, mas todavía no le era posible ni leer, ni escribir, ni decir misa, nicaminar, ni comer, ni desnudarse sin molestias y sin agudos dolores. Todas estas inca-pacidades las atribuía Surin, con pleno convencimiento, a su condición de condenado;para él constituían una fuente de terror y de desesperación, de todo lo cual no sacabaotro producto que dolor y enfermedad. Para una mejor aprehensión en la esfera delpensamiento tenía que percibir peor en el campo de las sensaciones.[101]
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El rasgo más extraño de la enfermedad de Surin es que siempre se mantuvosana una zona de su mente. Incapaz de leer o de escribir, incapaz de realizar el actomenos costoso sin los más agudos dolores, convencido de su propia condenación,acosado por impulsos de suicidio y por tentaciones a la blasfemia, a la impureza, a la
 
herejía (en un momento fue un convencido calvinista, en otro un maniqueo, no sólocreyente sino también practicante), Surin se sintió dueño durante todo el tiempo de sudura prueba de una inalterable capacidad de predisposición literaria.
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Durante los primeros diez años de su enfermedad, la mayoría de sus composi-ciones fueron en verso. Haciendo uso de nuevos vocablos convirtió innumerables bala-das y canciones de taberna en cánticos religiosos y cristianos. A propósito de Santa Te-resa y de Santa Catalina de Génova hay algunas líneas pertenecientes a una baladatitulada Saints enivrés d'Amour para la canción que se titula J'ai rencontré un allemand.
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J'aperçus d'un autre côté,
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Une vierge rare en beauté,
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Qu'on appelle Thérèse;
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Son visage tout allumé
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Montrait bien qu'elle avait humé
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De ce vin à son aise.
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Elle me dit: «Prends-en pour toi,
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Bois-en et chantes avec mol:
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Dieu, Dieu, Dieu, je ne veux que Dieu:
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Tout le reste me pèse».
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Une Génoise, dont le coeur
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Était plein de cette liqueur,
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Semblait luí faire escorte:
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Elle aussi rouge qu'un charbon
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S'écriait: «Que ce vin est bon...»[102]
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Versos ciertamente bien endebles, acometidos como una prueba desaforadaque ponía de manifiesto, más que una necesidad de salud, una exigencia de talento.
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La poesía de Surin fue tan pobre cuando estuvo sano como cuando estaba fue-ra de juicio. Sus facultades de expositor —y eran considerables— se acusaban en elclaro y exhaustivo desarrollo de su prosa. Y es precisamente eso: escribir en prosa, lo
 
que de hecho acometió en la segunda mitad de su larga dolencia. Pensándola honda-mente y dictándosela a un amanuense, una tarde tras otra, desde 1651 hasta 1655,compuso su obra más importante: Le Catéchisme Spirituel.
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Este catecismo es un tratado comparable, en extensión y en contenido, al titula-do Santa Sabiduría, de su contemporánea la inglesa Augustine Baker.
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A pesar de su enorme extensión, de más de mil páginas en duodécimo, el Ca-téchisme no deja de ser un libro entretenido. Claro que la textura superficial del escritolo hace poco interesante, pero la falla aquí no es atribuible a Surin, cuyo estilo, chapa-do a la antigua, fue corregido en las más recientes ediciones por «una mano amiga»,según ha hecho constar con inconsciente ironía su editor del siglo XIX. Por fortuna, lamano amiga no pudo despojar al libro de sus cualidades esenciales de simplicidad enlos más sutiles análisis y de falsedad cuando se lanza a planear por la esfera de lo su-blime. En la época en que compuso el Catéchisme, Surin no se hallaba en condicionesde manejar libros de consulta o de echar un vistazo a sus propios manuscritos. Sin em-bargo, a pesar de todo, las referencias a otros autores son abundantes y apropiadas, yel propio trabajo está admirablemente concebido y estructurado en una serie de retor-nos a los mismos temas que, en cada una de las ocasiones, son tratados desde unpunto de vista diferente o con una bien estudiada gradación creciente.
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Para componer un libro como aquél —dadas las condiciones y circunstanciasdel caso— se requería una memoria prodigiosa y una capacidad excepcional de con-centración. Pero Surin, no obstante ser mirado entonces de mejor manera que lo habíasido en sus peores momentos, seguía siendo considerado —y no sin razón— como unverdadero lunático. Encontrarse loco en plena lucidez y en completa posesión de suspropias facultades intelectuales... ¡Oh, una cosa como ésta ha de ser, seguramente,una experiencia de las más terribles que pueda experimentar una persona! Intacta, larazón de Surin se hallaba como desamparada mientras que su imaginación, su capaci-dad emocional, su sistema nervioso automático se comportaban como si constituyesenuna alianza de maníacos criminales dispuestos a su propia destrucción. En fin de cuen-tas, una lucha entre la persona como sujeto agente y la persona como víctima de la su-gestión, esto es: entre Surin, el realista, que actúa de la mejor manera posible para en-frentarse con los hechos, y Surin, el verbalista, que convierte los vocablos en espanto-sas seudorealidades y en virtud de lo cual lo únicamente lógico había de ser el senti-miento del terror y la desesperación. El caso de Surin era el extremo caso de universalpredicamento humano: «En el principio era el Verbo».
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En lo que concierne a la historia del hombre, retraída a sus confines más remo-tos, el lema es válido sin más. El lenguaje es el instrumento del progreso humano. Almargen de la animalidad del hombre mismo el lenguaje es la causa de la desviación delhombre fuera de la inocencia animal y de la conformidad animal a la naturaleza de lascosas en el frenesí y el diabolismo.
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Las palabras son, al mismo tiempo, indispensables y fatales, Tratadas como hi-pótesis de trabajo, las proposiciones acerca del mundo son instrumentos por medio de
 
los cuales nos capacitamos progresivamente para comprender el mundo. Tratadas co-mo verdades absolutas, como dogmas que han de ser creídos, como ídolos que hayque adorar, las proposiciones que se refieren al mundo falsean nuestra visión de la rea-lidad y nos inducen a toda suerte de incongruentes actitudes. «Deseando atraer al ig-norante —dice Dai-o Kokushi—, el Buda deja escapar graciosamente las palabras desu boca de oro. El cielo y la tierra, desde entonces, están llenos de zarzas enmaraña-das.» Y las zarzas no son manufactura exclusiva del Extremo Oriente. Si Cristo vino almundo «no a poner paz en la tierra, sino a traer la espada», ello fue porque lo mismo Elque sus discípulos no tuvieron opción a otra cosa que dar corporeidad a sus pensa-mientos por medio de la palabra. Al igual que las palabras de otras lenguas, aquellaspalabras que usaron los cristianos fueron también inadecuadas, muchas veces dema-siado arrebatadas, y siempre, desde luego, imprecisas y, por lo tanto, susceptibles deser interpretadas con sentidos muy diversos. Tratadas como hipótesis de trabajo, comoútiles entramados de referencia, con los cuales poder organizarse y competir con loshechos reales de la existencia humana, las proposiciones formadas con esas palabrashan sido de inestimable valor. Tratadas como dogmas y como ídolos han sido causa detan grandes males como los odios teológicos, las guerras religiosas, el imperialismoeclesiástico, a la vez que de horrores de menor cuantía como la orgía de Loudun y laautosugestión demencial de Surin.
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Los moralistas remachan constantemente sobre el deber que tenemos de con-trolar nuestras pasiones, pero lo cierto es que se hallan en perfecto derecho para ha-cerlo. Desgraciadamente, la mayoría de esos moralistas han olvidado insistir sobre otraespecie de deber no menos esencial: el de controlar los vocablos y los razonamientosque con ellos se hacen. Los crímenes pasionales no se cometen más que cuando lasangre está caliente, y la sangre sólo está caliente en ciertas ocasiones. Pero las pala-bras están con nosotros en todo tiempo y las palabras —debido sin duda a las influen-cias recibidas en la más tierna infancia— se hallan cargadas de un poder sugestivo tandominante como para justificar, de algún modo, la creencia en los hechizos y en lasfórmulas mágicas. Mucho más peligrosos que los crímenes pasionales son los críme-nes de los idealismos, los crímenes instigados, alentados y formulados con aires demoral por palabras proferidas en son de sacrosantas. Tales crímenes son planeadoscuando el pulso es normal y son cometidos a sangre fría y con indeclinable perseve-rancia a lo largo de los años. En el pasado, las palabras que dictaban crímenes deidealismo eran predominantemente religiosas; ahora son predominantemente políticas.Los dogmas ya no son metafísicos; son positivistas e ideológicos. Las únicas cosasque permanecen sin cambio alguno son la superstición idolátrica de todos aquellos queaceptan los dogmas como sea, y se los tragan como una píldora, y la locura sistemáti-ca, la diabólica ferocidad con que se despachan a cuenta de sus creencias. Transferidadel laboratorio y el estudio a la iglesia, al parlamento o a la sala de consejo, la nociónde hipótesis de trabajo puede liberar a la humanidad de sus demencias colectivas, desus infames coacciones para el asesinato al por mayor y el suicidio en masa.
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Entre todos los problemas humanos, el fundamental es el ecológico: los hom-bres deben aprender a vivir en el cosmos, a todos sus niveles, desde el material hastael espiritual. Lo mismo que han hecho los pueblos primitivos, nosotros tenemos que
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